por Fernando Marturet y Sofía Rodríguez Azcona
Argentina, un país que recientemente fue el único en votar en contra de una Resolución de la ONU que buscaba intensificar los esfuerzos para eliminar la violencia contra mujeres y niñas —especialmente en el entorno digital—, se encuentra en una preocupante crisis de derechos humanos. Esta circunstancia resalta la necesidad de visibilizar y analizar la relevancia del 25 de noviembre, Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, con un enfoque que no solo se quede en lo simbólico, sino que busque acciones concretas para hacer frente a las diversas violencias que atraviesan las mujeres. En este contexto vamos a hablar sobre las mujeres presas en la Provincia de Corrientes. Las instituciones judiciales y penitenciarias no cumplen con los protocolos internacionales básicos de derechos humanos para PPL (personas privadas de su libertad), como las Reglas de Bangkok, diseñadas específicamente para garantizar los derechos de mujeres privadas de su libertad.
El perfil de las mujeres presas en Corrientes evidencia las desigualdades estructurales que atraviesan: la mayoría son jefas de hogar, madres de varios hijos, y provienen de contextos de pobreza extrema. Esta vulnerabilidad económica y social se traduce en una primera forma de violencia estructural que empuja a muchas de ellas a involucrarse en actividades ilegales de subsistencia, como la venta de drogas a pequeña escala. Según datos recientes, en 2020 más de 70 mujeres fueron judicializadas en Corrientes por delitos relacionados con la Ley 23.737 sobre tráfico de estupefacientes, una tendencia que se repite en otras provincias del país. Además, una porción significativa de las mujeres en prisión carece de estudios completos, lo que dificulta su acceso a trabajos formales y refuerza el círculo de exclusión.
No es solo el aspecto económico el que condiciona la vida de estas mujeres. Otro grupo importante de mujeres en prisión ha sido condenado por delitos contra la persona, como homicidios o agresiones, muchas veces en el contexto de una violencia de género previa. En estos casos, la autodefensa se convierte en la única opción para protegerse a sí mismas o a sus hijos. Sin embargo, el sistema judicial rara vez toma en cuenta el contexto integral de estas situaciones, demostrando una preocupante falta de perspectiva de género en la interpretación y aplicación de la ley. Como resultado, las mujeres suelen enfrentar penas mucho más severas que los hombres por delitos similares. Aunque la población femenina encarcelada representa solo un 3,2% y la trans un 0,1%, estos números cobran relevancia al analizar la severidad de las condenas. En la actualidad, en una unidad penal específica, según datos de noviembre de 2024, hay 39 mujeres privadas de libertad, 30 de las cuales están condenadas. De estas 30, 15 tienen penas que superan los 20 años, incluyendo condenas inconstitucionales a prisión perpetua. Esto significa que el 50% de estas mujeres enfrentan condenas a perpetuidad, en comparación con el 9,25% de la población masculina en prisión. Las penas perpetuas contradicen el objetivo de la resocialización, un principio fundamental de la Convención Americana.
El sistema penitenciario en Corrientes, particularmente en la Unidad Penal N° 3 “Instituto Pelletier”, la única cárcel de mujeres en la provincia, tampoco garantiza condiciones de vida adecuadas. Las detenidas denuncian la falta de acceso a servicios básicos de salud, incumpliendo con las Reglas de Bangkok, que establecen la obligatoriedad de exámenes médicos exhaustivos al ingreso y la provisión de atención médica preventiva específica para mujeres, como controles ginecológicos de rutina. Las mujeres con enfermedades crónicas o mayores enfrentan un acceso aún más restringido a los servicios de salud, lo que agrava su situación. Además, el acceso a la educación y la capacitación laboral en prisión se basa en estereotipos tradicionales, enfocándose en actividades consideradas “femeninas”, lo que limita sus posibilidades reales de reintegración en la sociedad.
Esta realidad carcelaria tiene un claro componente de género que no se puede soslayar. Las violencias que enfrentan las mujeres en prisión son específicas y acumulativas: desde la falta de privacidad en las comisarías donde algunas pasan años en condiciones deplorables, hasta la discriminación en el sistema judicial, que parece incapaz de considerar las particularidades de sus vidas. Las cifras son elocuentes: según el SNEEP 2023, la desproporción en la cantidad de personal penitenciario dedicado a las mujeres respecto a los varones en Corrientes es evidente. Mientras que en la Unidad Penal 3 hay 134 funcionarios para 39 mujeres privadas de libertad, atendidas por 134 personas del servicio penitenciario. Esto significa que la proporción es de aproximadamente 3,4 agentes penitenciarios por cada mujer. Por otro lado, en la Unidad Penal N°1, una cárcel de varones, la situación es significativamente distinta. Con una población de 770 presos, la institución cuenta con 409 funcionarios penitenciarios en actividad, lo que resulta en una diferencia notable en la cárcel de mujeres, la dotación de personal penitenciario es casi seis veces mayor en términos relativos que en la cárcel de varones. Por otro lado, los estereotipos de género también influyen en el tratamiento de las mujeres encarceladas. En el sistema penitenciario, las políticas educativas y laborales siguen una orientación patriarcal que limita a las mujeres a roles domésticos, perpetuando la idea de que deben "redimirse" a través de la maternidad y el cuidado del hogar. Esto, lejos de facilitar una verdadera reintegración social, refuerza los mismos patrones que contribuyeron a su exclusión en primer lugar.
La situación de las mujeres en contextos de encierro en Corrientes no es un problema aislado, sino una muestra de las profundas desigualdades que atraviesan a nuestra sociedad. La violencia estructural, institucional y simbólica que enfrentan estas mujeres refleja una crisis de derechos humanos que no puede seguir siendo ignorada. El sistema judicial, con su falta de perspectiva de género, impone condenas desproporcionadas que deshumanizan a quienes ya han sido víctimas de un entorno social y económico hostil. Además, las condiciones deplorables de vida en las cárceles, donde se perpetúan estereotipos y roles tradicionales, son una forma más de violencia que revictimiza a estas mujeres y las aleja de una verdadera posibilidad de reinserción social.
El 25 N nos ofrece una oportunidad para reflexionar sobre las formas menos evidentes, pero no por ello menos dañinas, de violencia que atraviesan las mujeres encarceladas. Es necesario reconocer que la pobreza y la exclusión tienen un rostro predominantemente femenino y que las políticas neoliberales han contribuido a aumentar la criminalización de las mujeres, especialmente de aquellas que, en su lucha por la supervivencia, se ven obligadas a actuar al margen de la ley. El sistema penal, lejos de ofrecer una salida, se convierte en un mecanismo que refuerza las mismas desigualdades que llevó a estas mujeres a su situación actual. La lucha contra la violencia hacia la mujer no puede limitarse a los espacios públicos o domésticos, sino que debe extenderse a todos los ámbitos, incluyendo el sistema penitenciario.